• La mujer es rara


Extractos de Louis Pauwels
El problema es que casi ya no hay mujeres. Sostengo que las mujeres han desaparecido, que ha habido una catástrofe, que la raza de las mujeres ha quedado dispersada, aniquilada, ante nuestros propios ojos que no veían.

Señores, la mujer, la descendiente del paleolítico y del neolítico, nuestra madre, nuestra hembra y nuestra diosa, el ser que yo llamaría la mujer del hombre y de la que ya no tenemos idea, ha sido perseguida, alcanzada en su cuerpo físico y en su cuerpo mental y enviada a la nada.

Las entrañas de la Tierra están llenas de bosques hundidos, de restos de especies de animales desaparecidas, de cenizas de razas humanas y sobrehumanas cuya historia, si nos fuera revelada, desafiaría a la más loca imaginación. Nuestra verdadera hembra también está mezclada en el humus de los abismos subterráneos. ¿Por qué? ¡Ah, señores, reflexionen! Es ella la que ha pagado los gastos de la inmensa, la implacable lucha contra las religiones primitivas de Occidente.

Esa lucha es toda la historia del mundo llamado civilizado. ¿Creen ustedes que allí donde las legiones romanas no aclimataron jamás su religión, en la Galia, por ejemplo, o en Gran Bretaña, los soldados de Cristo encontraron una tierra virgen de pensamiento y de dioses? En mil lugares de nuestra Europa, en las landas, en las llanuras con menhires, en el fondo de los matorrales y en las riberas donde cantaba Pan, subsistía la religión indígena proveniente de la noche de las edades, la verdadera religión del hombre occidental.

Señores, considero seguro que Europa vivió durante milenios un elevado pensamiento místico, él mismo proveniente de otras épocas, consagrado al Dios Cornudo y a la exaltación del principio femenino. Considero evidente que esa espiritualidad original fue barrida con violencia, a sangre y fuego, por una religión extranjera venida de Oriente: el cristianismo. El Dios Cornudo, protector de la antigua humanidad del Oeste, fue llamado Diablo y maldecido.
Los ídolos inmemorables fueron derribados y con ellos hubo que destruir también su sostén: la mujer madre, la mujer diosa, la mujer hembra, la verdadera mujer.

Las almas virtuosas de hoy denuncian los excesos del colonialismo reciente: los indios eliminados, los magos de África extinguidos, las civilizaciones negras martirizadas. ¿Y quién habla de nuestros antiguos tótems que fueron derribados, de nuestro Dios que fue envilecido y perseguido, de nuestras sacerdotisas que fueron exterminadas, de nuestra mujer que nos fue sustraída? La vieja Europa también ha sido colonizada y desfigurada. Sí, señores, me atrevo a decirlo.

Desde el punto de vista puramente antropológico en el que me sitúo, la historia de la Iglesia cristiana es la historia de una guerra hecha por el extranjero contra un culto indígena muy antiguo, muy poderoso, muy profundamente arraigado, y de un crimen contra la raza humana femenina en su totalidad. Nosotros hemos perdido nuestra mitad, señores. Nos la han matado. Lo demostraré.

No acuso. Ese crimen fabuloso era tal vez necesario. Y tal vez era fatal. La civilización no sería lo que es si la verdadera mujer existiera todavía. Seguiríamos creyendo en el Paraíso sobre la tierra. El espíritu humano no hubiera tomado nuevos caminos. No estaríamos hoy a punto de alcanzar las galaxias lejanas, no hubiéramos abierto anchas puertas en el universo, por las cuales penetra ya la llamada del Dios último en el que se fundirán todos nuestros dioses, en quien el espíritu del mundo se reabsorberá un día, habiendo cumplido su misión.

Pero veamos ese crimen. Exterminación física en las hogueras: evocaré los centenares de miles de verdaderas mujeres, llamadas hechiceras y quemadas como tales, y los millones de otras mujeres vencidas y cambiadas por el temor. Los remito a Michelet visionario de La Sorcière, libro admirable e incomprendido. Exterminio por la propaganda, arma más segura que todas las demás, lo sabemos ahora, y más eficaz entonces que el potro, los cepos y la camisa azufrada. Guerra revolucionaria de la Caballería contra la mujer verdadera en provecho de un nuevo ídolo. Y por último, en un plano más amplio, más misterioso y sin embargo concomitante, mutación descendente de la especie. De modo que, poco a poco, un ser diferente ha sustituido al ser femenino auténtico.

Señores, el ser que nosotros llamamos mujer no es la mujer. Es una degeneración, una copia. La esencia ya no está, el principio ya no está, nuestro gozo y nuestra salvación ya no están [...] Llamamos mujeres a seres que sólo tienen la apariencia de mujeres, tomamos en nuestros brazos imitaciones de una especie total o casi totalmente destruida.

La mujer es rara, dice Giraudoux. La mayoría de los hombres se casan con una mediocre falsificación de hombre, un poco más marrullera, un poco más flexible, se casan consigo mismos. Se ven a sí mismos pasar por la calle, con un poco más de pecho, un poco más de caderas, todo envuelto en un jersey de seda, entonces se persiguen a sí mismos, se abrazan, se casan. Es menos frío, después de todo, que casarse con un espejo. La mujer es rara, franquea las corrientes, derriba los tronos, detiene el paso de los años. Su piel es el mármol. Cuando hay una, es el atolladero del mundo...

¿A dónde van los ríos, las nubes, los pájaros aislados? Se arrojan a la Mujer... Pero ella es rara... Hay que huir cuando la vemos, pues cuando ella ama, cuando detesta, es implacable. Su compasión es implacable... Pero ella es rara.

La verdadera mujer, la que nos viene del fondo de los tiempos, la mujer que nos fue dada, pertenece totalmente a un universo extraño al del hombre. Ella brilla en el otro extremo de la Creación, conoce los secretos de las aguas, las piedras, las plantas y los animales. Ella mira directamente al Sol y ve claro en la noche, posee las claves de la salud, del reposo, de las armonías de la materia.

Es la hechicera blanca intuida por Michelet, el hada de anchos flancos húmedos, de ojos trasparentes, que espera al hombre para recomenzar el paraíso terrestre. Si ella se entrega a él, es en un movimiento de pánico sagrado, abriéndole, en la cálida oscuridad de su vientre, la puerta de otro mundo. Es la fuente de la virtud: el deseo que inspira consume la excitación. Hundirse en ella devuelve la castidad. Es estéril, pues detiene la rueda del tiempo. O más bien, es ella quien insemina al hombre: lo vuelve a parir, reintroduce en él la infancia del mundo. Lo restituye a su trabajo de hombre, que es subir lo más alto posible en sí mismo. Se dice «superhombre», no se dice «super-mujer», pues la mujer, la verdadera, es la que hace al hombre más de lo que es. A ella le basta existir para ser con plenitud. El hombre debe pasar por ella para pasar al ser, a menos que elija otras ascesis, donde también la encontrará, bajo formas simbólicas...

Señores, descubrir a la verdadera mujer es una gracia; no asustarse de ella es otra. Unirse a ella exige la benevolencia de Dios... ¡Qué extraño encuentro! Ella aparece bruscamente entre el rebaño de falsas hembras, y el hombre favorecido que la ve se pone a temblar de deseo y de temor…